Mi tío Antonio se jubiló
el año pasado. Después de analizar varias opciones, decidió comprar esta
pequeña tienda de abarrotes con el dinero que recibió por su retiro.
Abarrotes “Dolores” está
ubicada, como casi todos estos establecimientos, en la esquina de un barrio
humilde y ruidoso. Aquí me la paso todo el día desde que él enfermó y el médico
le recomendó reposo absoluto, de eso hace ya más de un mes.
A veces me aburro tanto
que se me cierran los ojos un poquito, pero obviamente no puedo permitirme una
siesta. Mis únicos placeres aquí son dos, la lectura y la visita de la rubia
que vive a dos casas de distancia. Es mucho mayor que yo, pero cuando me pide una
cajetilla de cigarros o un paquete de chicles, me suelta una mirada que no
parece indiferente. Alta, delgada, ojos color verde aceituna, ropa ajustada. A
mí no me importa lo que el otro día me dijo de ella don Jorge, el carnicero, no
le creo.
Últimamente, hay otro
asunto que atrae mi atención.
Doña Natalia es una
anciana regordeta y bajita que vive muy cerca de la tienda, en un multifamiliar.
Vive sola, al parecer, y camina con la ayuda de una andadera de aluminio.
Conocí a doña Natalia
porque venía a la tienda a comprar artículos pequeños: pasta de dientes,
jabones, pan de caja o algún otro producto sencillo. Después de realizar su
compra yo me ofrecía a llevársela hasta su domicilio, sería cosa de cerrar la
tienda sólo unos pocos minutos, pero no aceptaba nunca.
—No joven, yo solita
puedo, no insista. Gracias. —me indicaba con una voz débil y carente de emoción.
Así continuaron las
cosas durante varios días, en los cuales logré averiguar que mi preciosa rubia
se llama Mariana y tiene 26 años, hasta que, hace poco más de una semana, doña
Natalia comenzó su extraña rutina.
Todos los días, la
ancianita se presentaba en el comercio. Yo me daba cuenta de su visita poco
antes de que llegara, pues el armazón que le permitía andar producía sonidos amortiguados,
pero perceptibles. Ssssssss-tt… ssssssssss-tt… ssssssssss-tt.
—¿Cómo le va doña
Natalia?, ¿qué se le ofrece? —le preguntaba. La primera vez con inocencia
absoluta, las demás, haciéndome el tonto. Yo bien sabía lo que me pediría.
—Sólo una botella de
whisky. —así, con el tono de voz de siempre, me ha contestado todos estos días.
He buscado en sus ojos
alguna señal de vergüenza, de miedo, de locura, pero no la he encontrado. Simplemente
le doy la botella, me paga y se dirige con dificultad hacia la puerta. No me he
vuelto a ofrecer para llevarle la compra hasta su domicilio.
Me he roto la cabeza
pensando para qué podría querer una botella de whisky una anciana como doña
Natalia.
He formulado todo tipo
de hipótesis, desde las más realistas:
1. Doña Natalia no ha podido con su
soledad y se ha vuelto alcohólica.
2. Tiene un huésped oculto en su casa
que le pide la botella para embriagarse.
Hasta las más osadas fantasías:
3. Doña Natalia se convierte en una
linda joven por las noches y bebe a raudales. – ¿influirá en ello que acabo de
leer Aura de Carlos Fuentes?
4. Le da la botella a la Muerte como
soborno para que no se la lleve. –sí, también leí Macario de Bruno Traven.
Quizás no habría llegado
más lejos con este asunto, si hoy en la mañana cuando vino Mariana a verme —y a
comprar cigarros—, no me hubiera dicho que doña Natalia murió anoche.
Tengo que saber si están
relacionadas su muerte y las botellas que le vendí. No tengo cargo de
conciencia, no se confundan, simplemente quiero saber qué pasó, lo necesito.
Iré al velorio hoy por
la tarde, pero no sé a quién preguntar, ni qué. ¿Tendría familia?, no lo sé.
Aprovechando el
desconcierto en el barrio, tengo tiempo para escribir estas líneas. Son un
ensayo del relato que haré a quien pueda darme datos sobre la pobre doña Natalia.
Lo más curioso es que
las escribo usando como mesa una caja de botellas de whisky.
Vicente Javier Varas Bucio,
27 de marzo de 2013.
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