Bytes & bites

—Vea si puede mover los dedos con soltura —me indicó el asistente tras terminar de enfundarme los guantes. El extraño casco, lleno de cables rugosos y retorcidos, quedaría para el final.
Recibir la feria tecnológica no es algo común para este pueblo, sin embargo, gracias a que un ordenador lo eligió por sorteo, los algitenses teníamos algo interesante que hacer ese fin de semana. Mi mujer y su mejor amiga irían a un desfile de modas de ropa confeccionada con celdas solares. Entretanto, yo preferí entrar al llamativo pabellón de Virtual Sneolun.
Mientras terminaban de ponerme el equipo de realidad virtual, el jefe de soporte técnico, un famélico individuo con malformaciones en ambos brazos, paseaba torpemente los dedos por un teclado adaptado. Parecía una mantis religiosa a punto de arrancarle la cabeza a algún bicho.
—Deme su nombre completo —me espetó con una voz entrecortada y cansina, sin despegar sus pequeños ojos de la pantalla.
—¿Es necesario? —respondí, algo extrañado.
—Indispensable. Para generar una experiencia personalizada, el programa usará los caracteres de su nombre como semilla aleatoria. Empleamos un algoritmo muy eficiente. En fin, son cosas que usted jamás entendería. ¿Va a darme el nombre o no?
—Erik Andrade Pizarro —revelé, sin remedio.
—Bien. Ya puedes ponerle el casco, Hugo. Y apúrate, que no tenemos todo el maldito día —dijo, dirigiéndose al asistente, que obedeció la orden con presteza.
Por dentro, la textura del casco era fría y desagradable. Su estrechez desató de inmediato mi claustrofobia. El asistente oprimió el botón de encendido. El zumbido de alta frecuencia del artefacto empezó a sacudirme el cráneo como una broca trepanadora. Un ardor intenso me bajó por la espalda hasta llegar a los talones.
«¡Paren! ¡Paren!», quise gritar, pero mis alaridos se hicieron espesos en el interior de mis pulmones. Me asfixiaba. Incapaz de protestar, mi lengua se aglutinó con el paladar, paralizada por el horror.
Sumido en la oscuridad, tuve la horrible sensación de que mis ojos flotaban libremente dentro de sus órbitas. Temiendo que salieran de ellas, intenté cubrirlos con las manos pero no pude. Entre los dedos sentí algo parecido a un par de peces luchando por su vida con desesperación. No podían zafarse, a pesar de sus violentas sacudidas. Luego, dejaron de moverse. Estuve a punto de vomitar.
Agotado, perdí la conciencia hasta que una sed intensa me despertó. Abrí los ojos y las primeras imágenes se formaron, pixel a pixel. Ante mí, una enorme sabana arbolada se extendía en todas las direcciones posibles. Noté que ya no vestía el incómodo traje, sino mi ropa de calle. Me levanté y, haciendo un esfuerzo, comencé a caminar.
Estuve perdido durante varios días, quizás semanas, nunca lo supe. Lo más insólito era que seguía vivo, bebiendo el agua gris de un sucio regato y alimentándome de carroña, sí, de restos de animales a medio devorar.
Decidí capitular y dejarme morir. Además de la sed y el hambre acuciantes, mis pies se habían convertido en sangrientas esponjas y la piel me escocía terriblemente a causa del calor abrasador y las picaduras de insectos. Rendido, me dejé caer en medio de aquel páramo infernal.
Primero fueron las hienas. Vinieron por la noche y eran más de diez. Intenté defenderme mientras sus poderosas quijadas me fracturaban los huesos. Me abandonaron, o a lo que quedaba de mí, junto a los matorrales cuando descubrieron, a pocos metros, a una pequeña cebra moribunda. Me habían cambiado por una presa más fácil y exquisita. El viento dispersó los bufidos.
Por la mañana, no podía moverme y una serpiente gigantesca se enrollaba alrededor de mí. Aún seguía vivo cuando comenzó a engullirme despacio, agrandando sus mandíbulas milímetro a milímetro, todo un prodigio evolutivo.
Lo más extraño sucedió después. Un error en el código del programa, según me lo explicaron, intercambió mi conciencia con la de la serpiente. La sensación de tener un torso entre las fauces es indescriptible.
Obligado por el instinto, terminé de ingerir los restos de un cuerpo que, segundos antes, era el mío. Creí escuchar un chasquido en mi cerebro.
Con el correr de los días, mi apetito volvió. Las presas pequeñas no me satisfacían del todo y cambié de estrategia. Esta vez, esperé junto al riachuelo hasta que un desafortunado chiquillo se acercó a lavarse la cara. Lo sometí sin problemas. Cuando su padre fue a buscarlo, me descubrió tratando de huir. Debido a la carga de mi estómago, no pude escapar y me partió la cabeza con una roca. El programa se detuvo y me lanzó de nuevo al mundo real.
Dijeron que mi experiencia debería haber terminado al momento de ser devorado por la serpiente y me ofrecieron disculpas. Ya en casa, noté que sufría de algunas secuelas evidentes.
Comencé a alimentarme de los ratones del jardín. Todo fue bien hasta que mi mujer me descubrió arrastrándome por la sala, acechando a nuestro pequeño hijo. Ella me golpéo sin piedad con un atizador, luego me trajeron a este hospital.
Han pasado dos semanas y estoy casi recuperado. Anoche escuché que me van a trasladar a una institución psiquiátrica.
La enfermera no ha luchado demasiado. Antes de estrangularla he conseguido que me dijera dónde está la sala de neonatos. Tengo hambre.

Vicente Javier Varas Bucio,
Octubre de 2015.


*Cuento publicado en la revista Letras Raras en el Suplemento especial número 1.

Bar Shanghái

La música acentúa la atmósfera relajada del local. Sobre la barra, el fondo de las copas devuelve la tenue luz que cuelga de las lámparas de papel.
—¿Vienes con frecuencia? —pregunta la chica al desconocido.
—Sí. Es un buen lugar. ¿Cómo te llamas?
—Irene.
—Mmmh… —responde el hombre, intrigado por las facciones orientales de la joven.
—¿Qué, no te gusta mi nombre?
—Claro que sí, es sólo que tus rasgos me parecen… Perdón, olvídalo. Es un nombre muy bonito. Yo me llamo Froilán.
—Mi madre era tailandesa. Oye, estamos a miles de kilómetros de Shanghái y sin embargo al dueño del bar se le ocurrió bautizarlo así.
—Es cierto. Discúlpame.
—No te preocupes.
—¿Es la primera vez que vienes?
—Sí. Me trajo una amiga. Tuvo que irse.
—Vaya.
La noche avanza y el local se comienza a vaciar. Froilán sostiene una de las manos de Irene entre las suyas, mira con detenimiento las líneas de la palma y sentencia:
—Aquí veo que eres una persona que se preocupa por su familia.
El gesto de Irene se desdibuja un poco, sorprendida o molesta por el atrevimiento de la revelación.
—¿Qué sabes tú de leer la mano? Eres profesor, según me has dicho.
—Lo siento, sólo bromeaba.
—No hay problema, es sólo que no me gusta mucho hablar de mis cosas.
—¿Por qué?
—Es complicado. He cometido algunos errores.
—Igual que todos.
Al salir, observan desde el exterior las luces del establecimiento, apagándose una a una.
Froilán lleva sus labios hasta los de Irene. Ella cierra los ojos y suelta un suspiro de cansancio. A lo lejos, el estrépito de una colisión de automóviles se pierde, haciéndose eco entre los edificios. El sonido melancólico de una sirena se dispersa como el bostezo de un animal nocturno.
—Por favor, deja que te acompañe —propone él.
—¿En verdad, quieres venir conmigo?
—Sí.
Viajan en el automóvil de Froilán, un coupé gris plomizo que se afianza firmemente al asfalto.
Al llegar al edificio, suben las escaleras hasta el tercer nivel. Se detienen ante la puerta para besarse otra vez. El cuerpo de ella choca contra la pared, rendido, sin ruta de escape. Busca la llave en el interior de su bolso, hasta elegir la correcta. La introduce en el cerrojo y la hace girar: La hoja cede, haciendo un agujero en el espacio.
Cruzan el umbral y acceden a un pequeño vestíbulo, un puente entre lo público y lo privado, hogar de un espejo elíptico y una planta de sombra. En el ambiente flota un ligero aroma de almizcle, disuelto en un perfume amaderado. Hace frío.
Irene enciende las luces y algunas cascadas amarillas comienzan a derramarse desde su sitio. Antes de quitarse los zapatos señala un sofá tapizado en piel negra, amplio y curvilíneo.
—Siéntate. Enseguida vuelvo —indica autoritaria. Luego se interna en la cocina.
Las cortinas permanecen cerradas. Tras ellas se adivinan las heladas y sólidas fronteras de la noche. De los muros cuelga una veintena de cuadros. Todos exponen una estética aberrante, oscura, mitológica. Paisajes exóticos de trazos complicados, llenos de bosques petrificados y eclipses de luna. Bosquejos de ruinas, raíces de civilizaciones desconocidas de apariencia tan antigua como las montañas. Templos con enormes cúpulas de piedra. Ídolos tallados, de aspecto poderoso y despiadado. Pantanos gigantescos, con el fondo cubierto de barro color sangre.
Un elemento se repite en todos los lienzos: figuras femeninas de todas las edades; de cabello largo, desnudas, con los rostros sumidos en la penumbra. Estampas de insólitos rituales primitivos, altares de sacrificio rebosantes de restos humanos, derramándose sobre los pies de las sacerdotisas mientras éstas sostienen vísceras ensangrentadas entre los dientes. Cientos de ancianas, mujeres y niñas arrodilladas; con las espaldas abrasadas por los rayos de un sol implacable. Algunas con los brazos extendidos en cruz, elevando la mirada impotente hacia el cielo, con lágrimas evaporadas por el cansancio extremo. La mayoría lleva tatuajes ceremoniales.
—¿Tú los pintaste? —pregunta Froilán, al ver que Irene vuelve, llevando un par de copas en las manos.
—Sí, ¿qué opinas de ellos?
—Son muy originales. ¿Qué significan?
—Mundos que se agitan en el interior de mi cabeza. Mis propios ángeles y demonios en su hábitat natural, quizás. Una vez traté dejar de pintar, pero no pude. Soy incapaz de hacerlo.
—Haces bien en no dejarlo, tienes talento.
—¿Te parece? Toma, te traje un trago.
Froilán bebe de la copa con teatralidad, como si formara parte de un rito de iniciación. Irene consume la suya con avidez, luego la deja en el borde de la mesa de centro y se hunde en extrañas jaculatorias.
«Somos el futuro que todo lo ve», un pensamiento repentino, un dardo que atraviesa la mente de Froilán. Poco a poco, los efectos de una droga indeterminada se dispersan por su organismo, igual que el torrente de un géiser subiendo por las cavidades de la roca hacia la superficie. Desfallece. Intenta incorporarse y se estrella de nuevo contra el piso de parquet. Alarga el brazo y toma uno de los tobillos de Irene, aunque no por mucho tiempo.
—Lo siento, de verdad —dice ella, sollozando. Después retira suavemente los dedos que se aferran desesperados, ya apenas sujetándola por el tendón de Aquiles —. Así debe ser, tengo que alimentar a las pequeñas hasta que tengan edad para buscar carne por sí mismas. Te juro que no sentirás nada, te di lo mismo que a mis dos hijos varones cuando nacieron.
De la puerta de una de las habitaciones surgen tres siluetas infantiles. La mayor de las niñas enarbola un hacha curva y pesada. Las otras dos balancean un par de cuchillos afilados. Lucen hambrientas pero felices. Antes de entrar a su dormitorio, su madre les recuerda que deben esperar algunos minutos más para empezar. La menor hace una mueca de resignación.
Tirado en el piso, como un trapo sucio, Froilán mira a Irene quitarse la blusa. Su espalda centellea cual oasis en la arena blanca, tiene plasmado un hermoso tatuaje tribal.

Vicente Javier Varas Bucio,
Octubre de 2015.


*Cuento publicado en la revista Penumbria en su Antología de cuento fantástico número 30.