Kôbô Abe | La mujer de la arena



Niki Jumpei es un maestro de escuela aficionado a la entomología que, aprovechando la temporada vacacional, viaja a una playa cercana con la esperanza de identificar a una nueva especie de escarabajo. Al llegar a este destino, se adentra en el territorio de las dunas hasta encontrar un pequeño y aislado pueblo de pescadores.

Habiendo perdido el último tren de la jornada, es convencido por uno de los habitantes para pasar la noche en una de las viviendas de la población. Esta casa, como muchas de la aldea, se asienta en el fondo de un cráter formado por las dunas. Un embudo de arena con una escalera de cuerdas de paja como único medio para descender.

Una vez en el fondo, el aspecto que presenta la vivienda es desolador. Las paredes de la casa están en franca decadencia, al igual que el piso y los demás elementos que la integran. En ella vive su propietaria, una joven y enigmática mujer.

La mujer es viuda, y le explica a su huésped que su marido e hijo murieron el año anterior a causa de un huracán. Tras darle de cenar, la mujer sale de la morada para entregarse a la tarea que consume la mayor parte de su tiempo: excavar una y otra vez la arena que amenaza con cubrir la casa.

Esa noche, el profesor se entera de la situación de su anfitriona. La casa, junto a muchas otras, es parte de una muralla que impide que el pueblo sea devorado por las dunas. La arena recolectada durante la noche es subida desde el fondo del pozo por varios pobladores, empleando botes y sogas. Como compensación y utilizando el mismo método, los encargados hacen descender agua y comida para la viuda. La mujer ha nacido y vivido bajo las normas del pueblo, y no lucha contra su velada esclavitud porque desconoce el concepto de libertad.

A la mañana siguiente, Jumpei trata de irse mientras la mujer duerme. Sin embargo, lleno de terror, descubre que la escalera ha desaparecido. Después de algunos malogrados intentos, se dará cuenta de que no hay escapatoria posible.

Kôbô Abe nos entrega en esta novela una obra maestra, adaptada con gran éxito al cine en 1964, que se adentra en el territorio kafkiano y cuyo desenlace evoca el de «1984» de George Orwell. Narrada entre las dunas, con la arena como el límite móvil que lo asfixia todo y nunca deja de caer.

Salman Rushdie | Shalimar el Payaso




Cachemira, apodada «el Cielo en la Tierra», es una región de gran belleza natural ubicada en la zona norte del subcontinente Indio. Cuando India se independizó del Reino Unido en 1947, sus territorios de población mayoritariamente musulmana constituyeron el estado de Pakistán. La región se encuentra actualmente dividida entre India, Pakistán y China.
La novela comienza en Los Ángeles, California, con el asesinato del retirado ex diplomático Maximilian Ophuls a las puertas de la casa de su hija. El crimen lo ha cometido Shalimar, un chofer musulmán, nacido en Cachemira. Max Ophuls es ex embajador estadounidense en la India y jefe antiterrorista de EUA, por lo que todo apunta hacia un asesinato de naturaleza política, sin embargo, los flashbacks de la narración evidenciarán que la motivación del crimen es más complicada de lo que parece.
Volveremos al lugar donde inició todo: Cachemira. Un paraíso sin igual, en una época en que lo hindú y lo musulmán coexisten sin problemas. Es ahí donde nacen Boonyi y Shalimar, justo al romperse la paz, cuando los ejércitos de Pakistán e India se disputan la región. Shalimar y Boonyi tienen orígenes muy diferentes, él es musulmán y ella hindú. Su comunidad se dedica a preparar banquetes y espectáculos teatrales para la región. Boonyi se convertirá en una hermosa bailarina y Shalimar en un talentoso acróbata en la cuerda floja. A pesar de los contrastes, ambos se enamoran y se les permite casarse. La boda simboliza la armonía y tolerancia entre los pobladores.
La tragedia comienza cuando Boonyi baila en un espectáculo organizado para el entonces embajador Max Ophuls, quien se siente fuertemente atraído hacia ella. Boonyi ve en Ophuls una magnífica oportunidad de abandonar el pueblo y así escapar de la vida rural. La bailarina huye con el diplomático, dejando tras de sí la cólera y frustración de Shalimar.
El romance termina cuando Boonyi queda embarazada. La detonación del escándalo y la presión de Margaret, su esposa, obligan a Max Ophuls a alejarse para siempre de la joven hindú. Antes, Margaret decidirá el destino del hijo de Boonyi.
Con el transcurrir de los años, asistiremos a una serie de fatídicos escenarios de destrucción. Shalimar, buscando los medios para ejecutar su venganza, se unirá a una feroz organización terrorista. Boonyi regresará a la aldea, habiéndolo perdido todo, sólo para enfrentar el permanente rechazo de su padre y la comunidad:
«Mi hija Boonyi ha elegido el camino de la muerte en vida. Una vez que ella ha decidido así, no debo aferrarme a mi hija».
Atestiguamos también el derrumbamiento de Cachemira, «el Cielo en la Tierra», en medio de violentas disputas y una crueldad interminable.
Aunque la historia tiene altibajos, quizá las cotas más altas se alcancen en la primera parte de la novela, Salman Rushdie nos ofrece un honesto acercamiento al amor, la traición y la venganza; pero también explora las raíces de la difícil situación política de una región.
Muy recomendable.




Sales de cambio



— ¡Sales de cambio, Gonzalo! —me gritó Álvarez haciendo un aspaviento que enseguida contagió a las gradas.
El año anterior habíamos conseguido el primer campeonato de liga en la historia del Club Deportivo San Ángel y era de esperarse que los aficionados estuvieran  con él a muerte.
Era un domingo de finales de septiembre, acababa de llover dos horas antes de que iniciara el encuentro y el campo estaba muy rápido.
A los 35 minutos del primer tiempo, Carlos «el halcón» Camacho recibió el balón en la media cancha, evadió un total de tres jugadores, de los cuáles yo fui el último, antes de enfrentar al portero y anotar su segundo gol en el encuentro.
— ¡Me resbalé, profe! —traté de justificar mi error ante mi entrenador, el escaso público y sobre todo, ante Yareni. Sin embargo, Álvarez ya me había dado la espalda para dirigirse al «gordo» Cárdenas y pedirle que me sustituyera.
Durante el cambio, el «gordo» me miraba con una sonrisa triunfal, como de emperador romano, mientras que yo seguía sin entender por qué me sacaban sólo a mí y a ninguno de los otros que burló Camacho. El escarnio se completó cuando llegué a la banca, me senté junto a Martín y éste me murmuró entre dientes: «Qué pendejo».
Me saqué los zapatos y me armé de valor para buscar los ojos de Yareni. Ahí estaba, a la derecha de cuatro individuos que bebían el mismo número de cervezas con entusiasmo. Aún recuerdo cuando la vi por primera vez. Ambos estudiábamos en la Facultad de Derecho de San Ángel, aunque yo era dos años mayor.
Nos conocimos gracias a Soledad, una muchacha poco agraciada, rebelde y consentida cuyo padre era amigo del mío desde la infancia. Ambos me pidieron que acompañara a Soledad en su primer día de clases, ya que estudiaría en el mismo lugar al que yo llevaba dos años asistiendo.
Cuando llegamos al salón de clases, a Soledad se le iluminó el rostro y se dirigió a una chica distinguida, alta, de cabello castaño, que vestía unos jeans ajustados y una blusa color salmón:
— ¡Yareni!, ¿estudias aquí?
Después de una respuesta afirmativa y el intercambio de saludos de rigor, Soledad me introdujo escuetamente:
—Mira, él es Gonzalo. Va en tercer año de Leyes.
Ambas se internaron en su nuevo salón y me dejaron solo.
A partir de ese día, procuré encontrarme con Yareni a diario, en los pasillos o la cafetería de la escuela para hablarle con cualquier pretexto. No obstante, mis esfuerzos no fructificaron hasta que se enteró que jugaba en el equipo local de futbol.
—Me encantaría verte jugar algún día. —me dijo, mostrando lo que me pareció cierto interés en mí, antes inédito.
Decidí probar mi suerte y la cité el domingo siguiente, fecha en que nos visitaría el impredecible Atlético Comalcalco que lo mismo metía seis goles que recibía siete.
Terminó el primer tiempo. Desde la banca veía el marcador: «Local 0 – Visitante 2», qué vergüenza. Yareni se alisaba el pelo y bostezaba, todo por mi culpa.
Durante el medio tiempo, Álvarez puso a calentar a Martín, Jaime y el «güero»; ya en el vestidor, a mí ni siquiera me dirigió la palabra.
Para la segunda mitad, Martín y el «güero» ingresaron de cambio. En una rápida combinación, que nació desde un balón que recuperó el «gordo» Cárdenas, Martín sacó un tiro rasante que se coló en la parte baja del marco de los visitantes. «¡Goooooooooooool!», gritó la multitud al unísono; yo no pude hacerlo porque en ese momento vi que Yareni apretaba su teléfono celular contra el oído, tratando de que el escándalo no se colara por el receptor del aparato.
Quedaban tan sólo 10 minutos, Álvarez manoteaba al aire como si tratara de acomodar un avión de enorme fuselaje en la cancha húmeda. Martín recibió una patada artera en la mitad de la cancha y estuvo retorciéndose varios minutos de dolor mientras yo murmuraba entre dientes: «Qué pendejo».
Las nubes negras volvieron a cubrir el cielo, y también a mis ilusiones. Vi que un tipo con pinta de galán de cine estaba junto a Yareni. El sujeto traía un perrito entre los brazos, quizás para regalárselo o para que no lo pisara la muchedumbre.
Minuto 89. El «güero» remató con la cabeza un tiro de esquina que cobró Martín, la bola iba para dentro pero Camacho metió las manos justo antes de que entrara. El árbitro marcó penalti a pesar de las reclamaciones de los Comalcalquenses. El adolorido Martín sería el encargado de cobrarlo.
Martín acomodó el balón, retrocedió cuatro pasos para tomar impulso. Como un acto reflejo volví la vista hacia el lugar donde estaban Yareni y el «galán de cine» que recibía a Soledad con un beso apasionado. Balanceando la mirada entre el «galán de cine» y Martín que acababa de mandar su disparo por encima de la portería, musité para mis adentros: «Qué pendejo».


Vicente Javier Varas Bucio,
13 de agosto de 2013.