El bostoniano izquierdo se resistía con todas sus fuerzas, rechazando el pie de don Alfonso. Lo había decidido la noche anterior: nunca más lo forzarían a trabajar. Ya no permitiría que lo obligaran a hundirse en los charcos inmundos, ni que lo hicieran chocar descuidadamente contra los muebles de la oficina, llenándolo de arrugas y raspones. «Se acabó», se dijo, en la lengua que sólo entienden los zapatos de categoría.
Por mucho tiempo soportó dócilmente todos los castigos propios de su oficio, sin embargo, lo de ayer fue desmedido. Una cosa era pisar sobre el chicle de algún chiquillo carente de modales, pero deslizar su cuerpo sobre los desechos de un can desvergonzado, ¡eso ya era demasiado!
Si pudiera llorar, lo haría. Más que por él, sentía lástima por su diestro compañero de andanzas. «Pobrecillo, es tan sumiso. Se ha resignado por completo a trepar por escaleras desgastadas, a recibir pisotones en el transporte público, a que lo limpien poco y de mala gana. ¡Qué tragedia!», reflexiona diariamente mientras yace sobre la fría zapatera.
Qué diferentes eran aquellos meses cuando permanecía en el cómodo aparador de la zapatería. Protegido de la intemperie, con la piel perfectamente lustrada, reposando sobre un suave tapiz y en la grata compañía de lo mejor de la sociedad andariega. La nostalgia le afloja las agujetas.
Don Alfonso sigue intentando meter el pie en aquel desconsiderado rebelde, mientras observa el reloj de pared, desesperado. De repente, tiene una revelación. Se dirige al armario, hurga en uno de los cajones y saca un pequeño objeto, un calzador, lo toma y lo blande como si fuera un arma, quizás lo sea.
El cadáver del bostoniano izquierdo es arrastrado por la ciudad. Los pasos de don Alfonso se escuchan lentos y pesados, fuera de ritmo, parece que cojea.
Vicente Javier Varas Bucio, 11 de octubre de 2014.
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