Jingle Doppelgängmart bells



—Te digo que no puedo. El jefe dijo que no habría permisos para nadie. Además, todavía tengo que pasar por Marquitos a casa de mis papás. Adiós.

—Pero… no cuelgues. ¿Bueno?

La voz de Anita, mi mujer, se perdió en algún lugar del espectro electromagnético y supe que la discusión estaba resuelta: yo haría las últimas compras para la cena de Navidad.

Por primera vez en los siete años de nuestro matrimonio, mis suegros, mi cuñada y su esposo, estos últimos procedentes de Canadá, pasarían la Nochebuena con nosotros. Fiel a su costumbre, Anita quería que todo saliera a las mil maravillas.

Ni hablar, el plan de tomar una cerveza con mis compañeros de trabajo antes de ir a casa se había derrumbado. Apenas tenía tiempo de cumplir el encargo de mi esposa.

Pasé a la oficina de Ortega para pedirle que me disculpara con los muchachos. Me respondió con un irónico «Feliz Navidad», y ocultó una risita mordaz tras los estados de cuenta que estaba revisando.

Después de tres episodios similares al anterior, en los pasillos y con el guardia de seguridad de la empresa, el 24 de diciembre a las 5:45 de la tarde, tomé rumbo hacia el Doppelgängmart, un centro comercial de reciente apertura ubicado en el oriente de la ciudad.

Como era de esperarse, una gigantesca fila de autos ingresaba a cuentagotas al estacionamiento. Más allá, a una distancia que me pareció insalvable, otra hilera de vehículos abandonaba el sitio con la satisfacción del deber cumplido.

Tras encontrar un sitio desocupado y aparcar la camioneta, sostuve el volante algunos segundos más. Luego, reclinando la cabeza hacia atrás, repasé mentalmente los artículos que debía comprar. Con un movimiento instintivo —me abofeteé suavemente—, di por concluido el ritual, abrí la puerta y puse los pies en la flamante superficie de concreto.

Al parecer, el comercio había previsto la avalancha de consumidores que, al igual que yo, dejarían algunas compras para el último momento.

Cinco chicas de sonrisa perpetua y linda figura se encargaban de repartir folletos y carritos de supermercado entre los atolondrados clientes. En el interior, sonaba sin cesar una distorsionada versión de «Jingle bells», interpretada por algún mal imitador de Tom Waits.

Mientras buscaba la manera de abrirme paso entre la multitud, escuché la exclamación de una de las chicas de sonrisa perpetua: «¡Oiga!» Un individuo grueso, de unos cuarenta años, de cabello desordenado, ceño fruncido y rostro fuertemente asimétrico, había estado a punto de atropellarla con el carrito. El sujeto le dirigió una mueca grosera, alzó los hombros como única disculpa y se enfiló hacia el interior de la tienda.

Era a todas luces un hombre antipático, pero se notaba que tenía una vasta experiencia en eso de las compras de fin de año. Mientras yo continuaba paralizado entre un mar de padres resignados, abuelos somnolientos y niños eufóricos,  él avanzaba con soltura por el pasillo principal. Esquivando televisores de plasma, equipos de sonido, escaparates de joyería y bultos humanos; exhibiendo una notable destreza. Parecía un bailarín de danza contemporánea venido a menos.  Vestía un desgastado chaleco gris y unos pantalones de gabardina que le iban demasiado cortos. Lo más desagradable eran los calcetines verdes con estampado de pingüinos que se desparramaban sobre unos opacos zapatos de charol.

Empujaba un carrito cuyas ruedas chirriaban en un tono muy agudo, perceptible sólo para quien que estuviera a cuatro o cinco metros de distancia como máximo. A su paso, las personas giraban el cuello en ángulos excesivos, a la manera de los búhos cuando algo llama su atención; le acompañaban con la vista hasta que se perdía entre la muchedumbre y entonces respiraban aliviados.

«Estimado cliente: Se le recuerda que todas las salchichas y jamones de pavo tienen el 30% de descuento efectivo en cajas. Oferta válida hoy, hasta las 10 de la noche o hasta agotar existencias».

Salido del trance, miré el reloj, busqué un espacio y me dirigí al departamento de salchichonería.

Al llegar, vi que el hombre le advertía a la encargada sobre su estricta preferencia en el grosor de corte del jamón. La empleada ajustó la rebanadora más de quince veces antes de que él se sintiera satisfecho. Cuando fue mi turno, la mujer seguía claramente molesta y me atendió de mala gana. Sin darle demasiada importancia a lo que consideré un evento aislado, continué con el itinerario. Lo peor estaba por llegar.

En el pasillo de vinos y licores, mientras debatía internamente para decidir entre un Merlot o un Cabernet, escuché tras de mí un chirrido agobiante e inconfundible. Sin volverme, elegí sin más cavilaciones el Cabernet y reanudé mi avance.

Después de media hora, ocho productos yacían en el fondo de mi carrito: jamón, aceitunas, servilletas, vino, pan, sal de mesa, un juego de copas que estaba en oferta y un sacacorchos. Lo extraño era que prácticamente en todos se repitió la misma escena del pasillo de vinos y licores. Cuando depositaba un artículo para ir en búsqueda del siguiente, el sujeto se acercaba a toda prisa para ocupar la posición que yo dejaba vacante. «Un comprador compulsivo», pensé.

Una inmensa torre de latas de cerveza se desplomó a lo lejos.

Me consolé pensando que estaba a punto de abandonar aquella jungla de consumidores, sólo restaba un último producto. «No te olvides de comprar las velas rojas», me había dicho Anita en nuestra apresurada conversación vespertina; con esa entonación, mezcla de súplica y dulce amenaza, que utiliza cuando realmente desea algo.

—Perdone, ¿dónde se encuentran las velas decorativas? —interrogué a un joven que portaba el uniforme del supermercado y un ridículo gorro de Santa Claus.

—Por allá. En el siguiente pasillo —respondió, al mismo tiempo que le lanzaba un sutil beso a una de sus compañeras (supuse que lo era porque usaba el mismo gorro y uniforme) que le saludaba desde la perfumería.

Cuando doblé la esquina, hacia mi objetivo, distinguí en el otro extremo del pasillo la figura de mi perseguidor. Casi instantáneamente, comenzó a avanzar y a revisar los estantes con desesperación. Yo sabía lo que buscaba.

Esta vez fui yo quien imitó su comportamiento. Poseído por un impulso, hurgué entre los anaqueles, como si fuera el último habitante de la Tierra buscando latas de comida caducada.

Las velas rojas estaban justo a la mitad del pasillo, debajo de las varitas de incienso aromático. Sin saber cómo, ambos estábamos aferrados al único paquete que quedaba en la tienda.

Ahora que estábamos tan cerca, pude comprobar que el contenido de su carrito era idéntico al del mío: sal de mesa, aceitunas, servilletas, un sacacorchos, pan, jamón, un juego de copas y en el centro una botella de Cabernet.

Con un sorpresivo y brusco tirón, arrancó el paquete de entre mis dedos.

— ¡¿Qué le pasa?! ¿Está usted loco? —le espeté.

Sin responderme, lanzó las velas al interior del carrito y sus dientes amarillos se asomaron, en señal de victoria.

Durante mi niñez y adolescencia, fui un chico muy conflictivo. Una vez le rompí la nariz a un tipo a causa de una partida de billar. El asunto me trajo tantos problemas, que me hizo madurar y ahora me la pienso varias veces antes de liarme a golpes con cualquiera. Decidí que, muy a mi pesar, Anita no tendría velas rojas para la cena.

Di media vuelta y me encaminé hacia las cajas.

Todas las filas eran muy extensas pero me acomodé en la que me pareció menos poblada. Supe que la pesadilla no había terminado cuando escuché el chirrido infernal a mis espaldas. Todavía no acababa de asimilarlo cuando recibí un potente impacto sobre el talón derecho.

—Usted disculpe —me dijo, mientras volvía a mostrarme su dentadura y sus ojos se inundaban de placer.

Era un trastornado, ya no tenía dudas. Desde ahí, arrodillado y palpándome el tobillo punzante, pude ver que también los pingüinos impresos en sus calcetines se burlaban de mí. Dos palabras explosivas rebotaron en el interior de mi cabeza: «Se acabó».

Me lancé sobre él, le sujeté las piernas y lo embestí con el hombro. Lo derribé con facilidad. Trató de asirme por el cuello, pero le clavé una rodilla en el pecho. Me mordió la mano izquierda, lo cual más que dolor me provocó asco, pero con la derecha le asesté un puñetazo seco en el rostro.

—¡Ríete ahora! ¡Que te rías te digo!

Era un demonio obediente. Separó un poco los labios sangrantes, y luego emitió una atronadora carcajada sin fin. El interior de su boca parecía el de una calabaza de Halloween iluminada por una vela —¿una vela roja?— a punto de apagarse. Los ambarinos dientes vibraban a punto de desprenderse de las encías. Sin pensarlo más, le di otro golpe. Esta vez surtió efecto y quedó inconsciente.

Me levanté de un salto. Busqué entre la multitud algún testigo, alguna mirada inteligente que pudiera dar alguna explicación a lo sucedido. En su lugar, contemplé la postal de un manicomio: en todas direcciones había trifulcas entre los compradores.

Cada quien había elegido a su adversario de combate. Un hombre barbado le golpeaba la cabeza a otro con un pavo congelado. Otros dos se lanzaban manzanas entre sí, tratando al mismo tiempo de atrincherarse tras los exhibidores de frutas y verduras. Una mujer de mediana edad jaloneaba a otra del cabello. Pronto abundaron en el piso botellas de vino y perfumes quebrados. En el aire se mezclaban decenas de olores con el de la locura. Incluso ancianos y niños participaban en la batalla. Dos viejecitas se disputaban ferozmente la posesión de unas esferas navideñas mientras dos chiquillos hacían lo propio con una consola de videojuegos.

Los únicos que permanecían inmóviles eran los cajeros y demás empleados de la tienda, tótems protectores de la tribu del consumo. Sólo dieron señales de vida cuando impidieron que abandonara el establecimiento con las manos vacías. Cuando quise salir, un cajero me indicó que debía regresar por el carrito y liquidar la compra.

Volví sobre mis pasos, mi enemigo seguía tirado en el piso, desmayado. Una repentina ilusión de supremacía me hizo tomar el carrito de aquel individuo en lugar del mío. Pagué las mercancías y salí tan pronto como pude. Tras de mí se escuchaba nuevamente «Jingle bells», esta vez entonada por un coro infantil.


Vicente Javier Varas Bucio, 
19 de diciembre de 2013.

¡Feliz Navidad!

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