«Termina de darle la
papilla al niño», me dijo Lucía antes de salir a toda prisa y darme un beso
como recompensa.
Hoy es nuestro día de
descanso, día de tomar por asalto el sofá y disfrutar de tres películas. Sin
embargo, una de las compañeras de trabajo de mi esposa se ha puesto enferma de
repente y tuvo que reemplazarla.
Confesión:
Quiero a mi hijo más que a nada en el mundo pero no soy bueno con los niños.
Al convertirse en padres,
la mayoría de los hombres comienzan a percibir el mundo como una inmensa
juguetería llena de disfraces, tableros multicolores y bloques de mecano. Mi
caso es distinto.
Desde mi infancia
temprana, mis padres pusieron las cartas del mundo sobre la mesa. Enseñándome a
ver la vida sin sentimentalismos. Esforzarse y aprovechar al máximo las oportunidades
era lo único importante. Eran inmigrantes. Los recuerdo a ambos con un gesto
permanentemente adusto, en el que se intuían las huellas de tiempos difíciles,
de secretos fríos e inconfesables, y la domada nostalgia de la patria perdida.
Alimentar a un bebé de
ocho meses es todo un reto. Manotean sin control y escupen la comida en todas
direcciones. Esta vez sólo pude colocarle un par de cucharadas en la boca antes
de que mi paciencia se esfumara. Haciendo más evidente mi derrota, empecé a engullir el
resto de la papilla. El tímido sabor a zanahoria y lentejas fue trepando por el
paladar y la faringe hasta detenerse en un lugar más blando. Un instinto
escondido, quizá atávico, que me obligó a cerrar herméticamente los párpados.
Vi a mi padre, pleno de
juventud e inexperiencia, tratando de zamparme una cuchara entre los labios. Lo
vi también torcer los ojos —en un estrabismo simulado—, inflar las mejillas y
croar como las ranas; alborotarse el cabello y tirarse de las orejas con
violencia. Todo por hacerme reír, viejo tramposo. Hoy, muchos años después, me
has hecho llorar con tu comedia. Te extraño más que nunca, papá. Abro los ojos
y el mundo es una inmensa juguetería.
Vicente Javier Varas Bucio,
20 de marzo de 2014.
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