En el internado británico de Hailsham hay un pabellón de
deportes, un campo de juegos, aula de artes y otras instalaciones en las que la
vida de los estudiantes parece transcurrir con normalidad. Sin embargo, la situación
real de los educandos es muy diferente y aterradora. Son niños y adolescentes
huérfanos que nunca podrán ir de vacaciones, insertarse totalmente en la
sociedad o tener descendencia. Lo cierto es lo siguiente: son producto de la
clonación y se les cría exclusivamente para convertirse en donantes de órganos.
Hasta aquí, podría parecer una novela de ciencia
ficción común y corriente, pero nada está más alejado de la realidad. Aunque se publicó en el
2005, la historia se desarrolla a finales de la década de los noventa del siglo
pasado y es narrada en retrospectiva por una ex habitante de Hailsham, Kathy,
quien con el pasar de los años se ha convertido en cuidadora de donantes. Su
relato se centra especialmente en su relación con dos de sus compañeros de
internado, Tommy y Ruth; los lazos de lealtad entre ellos, la amistad y
camaradería, pero también el deterioro de estos vínculos.
Debido a su trabajo, Kathy recorre las singulares carreteras inglesas (un guiño al viaje del mayordomo Stevens en «Lo que queda
del día», la obra más famosa de Ishiguro), entrando y saliendo de las vidas de
los donantes a su cargo; mientras éstos convalecen de una primera, segunda,
tercera o enésima donación.
Los donantes tienen vidas cortas y están obligados a
cumplir con su misión hasta “completar” (eufemismo con el que se designa a la
muerte en la novela). La salud de la sociedad se nutre de estos desventurados, pero ésta cierra
los ojos ante la crueldad de que son objeto.
Esta melancólica obra de Kazuo Ishiguro contiene entre
sus líneas varias reflexiones sobre la vida humana. En cierta medida, todos somos clones de formas de pensamiento,
lengua, arte, moda y/o comportamiento de otros. Piezas de una enorme máquina,
sometidas al desgaste para luego ser reemplazadas por otras igualmente sustituibles.
Mecanismos de supervivencia de un universo simbólico.
Si en «La náusea» Jean-Paul Sartre escribió sobre
perpetuar la existencia mediante el arte, y los románticos defendían al amor
como el medio para alcanzar tal fin, Ishiguro se resiste a estos argumentos y nos
muestra un camino más sombrío.