Fue
toda una aventura. Aunque se le parece mucho, esta caja no es un cubo.
Puedo
presumir que la anterior no es una afirmación sin fundamento. En lugar de
dormir, como Dios manda, me he pasado la noche corriendo entre los vértices.
Angustiado, yendo y viniendo, igual que un insecto desorientado dando tumbos por el jardín. He viajado por
todos los planos y dobleces del cartón corrugado. Áspera o lisa, no hay
superficie dentro de este paquete que no haya visitado.
A
pesar del cansancio resultante, en esta exploración detecté que las longitudes
de al menos un par de aristas no concuerdan con las del resto; además de
localizar algunas abolladuras recientes en las esquinas. Por lo tanto repito
(que se escuche el redoble de tambores), la caja no es un sólido regular limitado por seis cuadrados iguales. No es un cubo.
Si
bien dista de ser un consuelo definitivo, pensar en esta y otras cuestiones igualmente
triviales (como tratar de adivinar el color del papel de envoltura, por
ejemplo) me libera por algunos minutos de la más honda y agobiante de mis
cuitas: ¿Qué soy?
Es
natural que una pregunta así sacuda con violencia los cimientos de cualquier
ente honorable. La conmoción es mayor en mí. Hallándome perdido dentro de la
oscuridad de este embalaje, no me alcanzan las ideas para comprender los
pormenores de mi existencia. Los sentidos, armas casi indispensables para este
fin, permanecen allá afuera, despiertos en manos y ojos más afortunados.
Al
menos sé que no estoy muerto y vivo a la vez, como aquel paradójico y famoso
gato imaginario. Por fortuna, no soy el experimento de ningún físico. La
conciencia está en mí cual el sueño de un fantasma, tan dispersa y manifiesta
como el humo de un incendio cuando se atreve a arropar con volutas a las
estrellas. Un misterio insondable pero evidente.
Sospecho
que en el exterior, si bien en menor grado, mi tormento es compartido por
otros. Al menos por un tiempo. La espera de los regalos y sus destinatarios
llegará a su fin muy pronto. Con ello, en pocas horas, la curiosidad de todos
quedará satisfecha.
Entretanto,
el día sigue avanzando. Las intuiciones ajenas me inventan decenas de formas y
contornos. Lanzan adjetivos rimbombantes en tanto, conjeturo, me señalan con el
dedo. Especulan fabricando moldes vacíos, cortando trajes a medida de la incertidumbre
colectiva.
Hay
quien me ve como un balón de futbol, un flamante icosaedro cuyo volumen ha sido
truncado para dejarle correr sobre el césped húmedo, mientras huye de dos hordas
antagónicas. Emblemas, gritos infantiles, fama y goles; rugiendo entre
pentágonos y hexágonos termosellados.
Las
hipótesis cambian según la pericia de los ojos y los apetitos de quien mira. El
cuerpo mullido de la lista se ensancha hasta dar cobijo a los deseos de cada
uno los convidados.
Desde una consola de videojuegos, un catálogo electrónico
de monstruos con carne de píxel amoratado, a un clásico suéter tejido a mano.
Un
rompecabezas de mil piezas.
Una
fuente de chocolate.
Un
ejercitador milagroso.
Un paquete de libros escritos por el
reciente ganador del Premio Nobel de Literatura.
Un reloj de péndulo, reemplazo de otro ya
olvidado.
¿Quién
soy? Quizás la sonrisa de alguien más en la cara del otro. Un secreto, si es
auténtico, no debe mirarse en el espejo.
Mientras la coloca bajo el
árbol navideño, las paredes de la caja se arquean de manera casi imperceptible
bajo la presión de los dedos del abuelo.
Vicente
Javier Varas Bucio,
21 de
diciembre de 2016.
¡Feliz Navidad!