Edward Hopper, Once A.M., 1926. |
Recuerdo la primera vez que la vi.
Era 1984 y el calor del verano acometía con fuerza
desmedida. Las circunstancias se dieron y la familia decidió colmar la nueva casa de mi
abuelo para celebrarle su cumpleaños.
Mientras los mayores compartían recuerdos en el
jardín, un ejército de chiquillos correteábamos sin control en el interior de
la vivienda.
De las paredes de la sala principal colgaban los
retratos familiares, un antiguo reloj de péndulo y la reproducción de un óleo
que aún entonces me pareció fascinante. En él, el pintor había plasmado con
maestría a una joven sentada en un sillón, vestida únicamente con un par de
zapatos bajos y con la mirada perdida en las fauces de una ventana luminosa. Su
rostro se ocultaba casi en su totalidad bajo la espesura de su cabello. Nunca,
desde ese día, pude escapar de su enigma; de la indiferencia de sus ojos
escondidos.
Pasaron los años y supo ella de la muerte de mi abuelo
antes que nadie. Creo que lo vio pasar al otro lado de su ventana.
«Hay un cuadro dentro del cuadro.», decimos mi hijo y
yo a coro, aunque mi voz se escuche treinta años antes que la suya.
Cuando camino por la ciudad y veo una ventana abierta
en algún edificio, no puedo evitar pensar que quizás ella me observa desde las
alturas, prisionera en una torre inalcanzable.
Vicente Javier Varas Bucio, 25 de julio de 2014.
Con este relato participo en el segundo concurso
convocado a través de Twitter por @UnusPrimus.