Bar Shanghái

La música acentúa la atmósfera relajada del local. Sobre la barra, el fondo de las copas devuelve la tenue luz que cuelga de las lámparas de papel.
—¿Vienes con frecuencia? —pregunta la chica al desconocido.
—Sí. Es un buen lugar. ¿Cómo te llamas?
—Irene.
—Mmmh… —responde el hombre, intrigado por las facciones orientales de la joven.
—¿Qué, no te gusta mi nombre?
—Claro que sí, es sólo que tus rasgos me parecen… Perdón, olvídalo. Es un nombre muy bonito. Yo me llamo Froilán.
—Mi madre era tailandesa. Oye, estamos a miles de kilómetros de Shanghái y sin embargo al dueño del bar se le ocurrió bautizarlo así.
—Es cierto. Discúlpame.
—No te preocupes.
—¿Es la primera vez que vienes?
—Sí. Me trajo una amiga. Tuvo que irse.
—Vaya.
La noche avanza y el local se comienza a vaciar. Froilán sostiene una de las manos de Irene entre las suyas, mira con detenimiento las líneas de la palma y sentencia:
—Aquí veo que eres una persona que se preocupa por su familia.
El gesto de Irene se desdibuja un poco, sorprendida o molesta por el atrevimiento de la revelación.
—¿Qué sabes tú de leer la mano? Eres profesor, según me has dicho.
—Lo siento, sólo bromeaba.
—No hay problema, es sólo que no me gusta mucho hablar de mis cosas.
—¿Por qué?
—Es complicado. He cometido algunos errores.
—Igual que todos.
Al salir, observan desde el exterior las luces del establecimiento, apagándose una a una.
Froilán lleva sus labios hasta los de Irene. Ella cierra los ojos y suelta un suspiro de cansancio. A lo lejos, el estrépito de una colisión de automóviles se pierde, haciéndose eco entre los edificios. El sonido melancólico de una sirena se dispersa como el bostezo de un animal nocturno.
—Por favor, deja que te acompañe —propone él.
—¿En verdad, quieres venir conmigo?
—Sí.
Viajan en el automóvil de Froilán, un coupé gris plomizo que se afianza firmemente al asfalto.
Al llegar al edificio, suben las escaleras hasta el tercer nivel. Se detienen ante la puerta para besarse otra vez. El cuerpo de ella choca contra la pared, rendido, sin ruta de escape. Busca la llave en el interior de su bolso, hasta elegir la correcta. La introduce en el cerrojo y la hace girar: La hoja cede, haciendo un agujero en el espacio.
Cruzan el umbral y acceden a un pequeño vestíbulo, un puente entre lo público y lo privado, hogar de un espejo elíptico y una planta de sombra. En el ambiente flota un ligero aroma de almizcle, disuelto en un perfume amaderado. Hace frío.
Irene enciende las luces y algunas cascadas amarillas comienzan a derramarse desde su sitio. Antes de quitarse los zapatos señala un sofá tapizado en piel negra, amplio y curvilíneo.
—Siéntate. Enseguida vuelvo —indica autoritaria. Luego se interna en la cocina.
Las cortinas permanecen cerradas. Tras ellas se adivinan las heladas y sólidas fronteras de la noche. De los muros cuelga una veintena de cuadros. Todos exponen una estética aberrante, oscura, mitológica. Paisajes exóticos de trazos complicados, llenos de bosques petrificados y eclipses de luna. Bosquejos de ruinas, raíces de civilizaciones desconocidas de apariencia tan antigua como las montañas. Templos con enormes cúpulas de piedra. Ídolos tallados, de aspecto poderoso y despiadado. Pantanos gigantescos, con el fondo cubierto de barro color sangre.
Un elemento se repite en todos los lienzos: figuras femeninas de todas las edades; de cabello largo, desnudas, con los rostros sumidos en la penumbra. Estampas de insólitos rituales primitivos, altares de sacrificio rebosantes de restos humanos, derramándose sobre los pies de las sacerdotisas mientras éstas sostienen vísceras ensangrentadas entre los dientes. Cientos de ancianas, mujeres y niñas arrodilladas; con las espaldas abrasadas por los rayos de un sol implacable. Algunas con los brazos extendidos en cruz, elevando la mirada impotente hacia el cielo, con lágrimas evaporadas por el cansancio extremo. La mayoría lleva tatuajes ceremoniales.
—¿Tú los pintaste? —pregunta Froilán, al ver que Irene vuelve, llevando un par de copas en las manos.
—Sí, ¿qué opinas de ellos?
—Son muy originales. ¿Qué significan?
—Mundos que se agitan en el interior de mi cabeza. Mis propios ángeles y demonios en su hábitat natural, quizás. Una vez traté dejar de pintar, pero no pude. Soy incapaz de hacerlo.
—Haces bien en no dejarlo, tienes talento.
—¿Te parece? Toma, te traje un trago.
Froilán bebe de la copa con teatralidad, como si formara parte de un rito de iniciación. Irene consume la suya con avidez, luego la deja en el borde de la mesa de centro y se hunde en extrañas jaculatorias.
«Somos el futuro que todo lo ve», un pensamiento repentino, un dardo que atraviesa la mente de Froilán. Poco a poco, los efectos de una droga indeterminada se dispersan por su organismo, igual que el torrente de un géiser subiendo por las cavidades de la roca hacia la superficie. Desfallece. Intenta incorporarse y se estrella de nuevo contra el piso de parquet. Alarga el brazo y toma uno de los tobillos de Irene, aunque no por mucho tiempo.
—Lo siento, de verdad —dice ella, sollozando. Después retira suavemente los dedos que se aferran desesperados, ya apenas sujetándola por el tendón de Aquiles —. Así debe ser, tengo que alimentar a las pequeñas hasta que tengan edad para buscar carne por sí mismas. Te juro que no sentirás nada, te di lo mismo que a mis dos hijos varones cuando nacieron.
De la puerta de una de las habitaciones surgen tres siluetas infantiles. La mayor de las niñas enarbola un hacha curva y pesada. Las otras dos balancean un par de cuchillos afilados. Lucen hambrientas pero felices. Antes de entrar a su dormitorio, su madre les recuerda que deben esperar algunos minutos más para empezar. La menor hace una mueca de resignación.
Tirado en el piso, como un trapo sucio, Froilán mira a Irene quitarse la blusa. Su espalda centellea cual oasis en la arena blanca, tiene plasmado un hermoso tatuaje tribal.

Vicente Javier Varas Bucio,
Octubre de 2015.


*Cuento publicado en la revista Penumbria en su Antología de cuento fantástico número 30.

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