Loxodonta africana




— ¡Tengo mucha sed!

—Espera un poco más, Viri. Ya llegamos. —me respondió mi padre.

Era un sábado por la mañana, y el sol me parecía más alto y abrasador que de costumbre.

Me dolían mucho los pies. Recorrer los andadores del zoológico estaba resultando una tortura. Yo, que durante meses había suplicado por este paseo, ahora empezaba a arrepentirme.

Cada vez que una de mis amigas me contaba que  había ido al «zoo», me moría de la envidia y llegaba a mi casa con la cantaleta: «Por favor, llévenme este fin de semana». Claro que en esos días todo era distinto. Antes de lo de mis padres. Antes de lo de Lucila.

Lucila es la secretaria de mi papá, pero mi mamá asegura que no, que es todo menos una secretaria. La verdad, aunque yo conozco muchas «palabrotas», no comprendo bien todos los adjetivos que mi madre le pone a Lucila. ‘Adjetivos’ es una de las «palabrotas» que conozco. La aprendí en la escuela, como todas las demás que no me atrevo a usar frente a los adultos.

Me llamo Viridiana y tengo diez años; tres semanas sin papá en la casa.

—Mira, ¡ahí están! —me dijo señalando a los elefantes.

Eran tres. Dos grandes y uno pequeño.

—La más grande es una hembra. —precisó, queriendo impresionarme.

Estaban en una porción de pasto y tierra, separados de nosotros por una reja de metal y una zanja que rodeaba la isla. De cualquier forma, la distancia no era mucha. Lo supe porque mi papá no se puso los lentes para ver bien a los animales.

Detrás de los elefantes había un estanque que les lanzaba destellos multicolores a la piel. El más pequeño se acercó al agua y, con cierta torpeza, comenzó a sumergir los pies.

—Qué envidia… —susurré entre dientes.

La hembra caminó lentamente hasta una enorme piedra y se talló el lomo contra ella. «Qué envidia», me pareció escuchar a mi padre. Aunque tal vez lo haya imaginado.

Tal vez mi madre se imaginó también lo de papá y Lucila. No lo creo.

Hace menos de un mes mis padres tuvieron una discusión, fue muy intensa. Dicen que los elefantes tienen muy buena memoria, yo también, por desgracia.

Era de madrugada y yo me había levantado para ir al baño. Esa noche me había bebido dos vasos de jugo mientras mi madre daba vueltas alrededor de la cocina, molesta porque mi padre no llegaba.

— ¡Pues tengo que verla!, aunque no te guste. ¡Es mi secretaria!

— ¡¿Y por eso vienes de su departamento?!

—Ya te lo dije. No salí de ahí, ¡sólo fui a dejarla a su casa, mujer!

— ¡Ella misma me llamó! Me lo dijo todo. ¡No seas cobarde!

No me quedé a escuchar la confesión. Regresé a la cama sin hacer ruido.

Mientras la batalla continuaba, yo escondí la cabeza debajo de la almohada. No tengo hermanos y no necesito hacerme la valiente ante nadie.

Después de algunos días de alternar gritos y silencios incómodos, mi papá abandonó la casa.

«¡Splassshhh!», la elefanta se arrojó al estanque y me sacó de mis pensamientos. El pequeño «Loxodonta africana», así decía la placa que colgaba de la reja, protestó un poco pero se arrinconó para dejar que su madre chapoteara a sus anchas.

El calor era insoportable. Me acerqué a mi papá para que me cubriera con su sombra. Me di cuenta de que su olor era diferente. Tenía una vida nueva y una nueva loción, pensé. Sin embargo, volver a abrazarlo después de tantos días se sintió bien.

—Papá, ¿por qué lo hiciste? —le dije mirándolo a los ojos.

El macho adulto se acercó cuanto pudo y extendió la trompa hacia nosotros; como si, inconsciente de la distancia, quisiera tocarnos el rostro.

—No lo sé… no lo sé. —repitió. Su piel se puso pálida, olvidándose de pronto de la temperatura del ambiente. Bajó la vista y guardó silencio.

Resignado, el elefante claudicó en su intento de palparnos la cara; alzó la trompa hacia el cielo y barritó. Al igual que nosotros, los demás miembros de su familia no parecieron enterarse y continuaron reposando en el agua.

Con el pie derecho, comencé a rodar de un lado a otro una lata de refresco que algún descuidado visitante había botado al suelo. «Prohibido tirar basura», se leía en un poste cercano.

El elefante comenzó a balancear la trompa y a resoplar, como queriendo llamar nuestra atención a toda costa. Fue inútil.

—Vámonos. Estoy muy cansada. Quiero irme a casa. —dije.

—Pero, ¿por qué? Todavía es temprano. Tu madre te dio permiso hasta las seis.

—Por favor…

Mientras mi padre encendía el automóvil y me miraba por el espejo retrovisor, imaginé a los tres elefantes reunidos junto al estanque.



Vicente Javier Varas Bucio,

20 de septiembre de 2013.

1 comentarios:

Kurt Friedrich Gödel dijo...

El juego poético de la dualidad de impresiones alimenta un relato breve, sin embargo inquietante.

Excelente. Saludos. \o

Publicar un comentario