Sales de cambio



— ¡Sales de cambio, Gonzalo! —me gritó Álvarez haciendo un aspaviento que enseguida contagió a las gradas.
El año anterior habíamos conseguido el primer campeonato de liga en la historia del Club Deportivo San Ángel y era de esperarse que los aficionados estuvieran  con él a muerte.
Era un domingo de finales de septiembre, acababa de llover dos horas antes de que iniciara el encuentro y el campo estaba muy rápido.
A los 35 minutos del primer tiempo, Carlos «el halcón» Camacho recibió el balón en la media cancha, evadió un total de tres jugadores, de los cuáles yo fui el último, antes de enfrentar al portero y anotar su segundo gol en el encuentro.
— ¡Me resbalé, profe! —traté de justificar mi error ante mi entrenador, el escaso público y sobre todo, ante Yareni. Sin embargo, Álvarez ya me había dado la espalda para dirigirse al «gordo» Cárdenas y pedirle que me sustituyera.
Durante el cambio, el «gordo» me miraba con una sonrisa triunfal, como de emperador romano, mientras que yo seguía sin entender por qué me sacaban sólo a mí y a ninguno de los otros que burló Camacho. El escarnio se completó cuando llegué a la banca, me senté junto a Martín y éste me murmuró entre dientes: «Qué pendejo».
Me saqué los zapatos y me armé de valor para buscar los ojos de Yareni. Ahí estaba, a la derecha de cuatro individuos que bebían el mismo número de cervezas con entusiasmo. Aún recuerdo cuando la vi por primera vez. Ambos estudiábamos en la Facultad de Derecho de San Ángel, aunque yo era dos años mayor.
Nos conocimos gracias a Soledad, una muchacha poco agraciada, rebelde y consentida cuyo padre era amigo del mío desde la infancia. Ambos me pidieron que acompañara a Soledad en su primer día de clases, ya que estudiaría en el mismo lugar al que yo llevaba dos años asistiendo.
Cuando llegamos al salón de clases, a Soledad se le iluminó el rostro y se dirigió a una chica distinguida, alta, de cabello castaño, que vestía unos jeans ajustados y una blusa color salmón:
— ¡Yareni!, ¿estudias aquí?
Después de una respuesta afirmativa y el intercambio de saludos de rigor, Soledad me introdujo escuetamente:
—Mira, él es Gonzalo. Va en tercer año de Leyes.
Ambas se internaron en su nuevo salón y me dejaron solo.
A partir de ese día, procuré encontrarme con Yareni a diario, en los pasillos o la cafetería de la escuela para hablarle con cualquier pretexto. No obstante, mis esfuerzos no fructificaron hasta que se enteró que jugaba en el equipo local de futbol.
—Me encantaría verte jugar algún día. —me dijo, mostrando lo que me pareció cierto interés en mí, antes inédito.
Decidí probar mi suerte y la cité el domingo siguiente, fecha en que nos visitaría el impredecible Atlético Comalcalco que lo mismo metía seis goles que recibía siete.
Terminó el primer tiempo. Desde la banca veía el marcador: «Local 0 – Visitante 2», qué vergüenza. Yareni se alisaba el pelo y bostezaba, todo por mi culpa.
Durante el medio tiempo, Álvarez puso a calentar a Martín, Jaime y el «güero»; ya en el vestidor, a mí ni siquiera me dirigió la palabra.
Para la segunda mitad, Martín y el «güero» ingresaron de cambio. En una rápida combinación, que nació desde un balón que recuperó el «gordo» Cárdenas, Martín sacó un tiro rasante que se coló en la parte baja del marco de los visitantes. «¡Goooooooooooool!», gritó la multitud al unísono; yo no pude hacerlo porque en ese momento vi que Yareni apretaba su teléfono celular contra el oído, tratando de que el escándalo no se colara por el receptor del aparato.
Quedaban tan sólo 10 minutos, Álvarez manoteaba al aire como si tratara de acomodar un avión de enorme fuselaje en la cancha húmeda. Martín recibió una patada artera en la mitad de la cancha y estuvo retorciéndose varios minutos de dolor mientras yo murmuraba entre dientes: «Qué pendejo».
Las nubes negras volvieron a cubrir el cielo, y también a mis ilusiones. Vi que un tipo con pinta de galán de cine estaba junto a Yareni. El sujeto traía un perrito entre los brazos, quizás para regalárselo o para que no lo pisara la muchedumbre.
Minuto 89. El «güero» remató con la cabeza un tiro de esquina que cobró Martín, la bola iba para dentro pero Camacho metió las manos justo antes de que entrara. El árbitro marcó penalti a pesar de las reclamaciones de los Comalcalquenses. El adolorido Martín sería el encargado de cobrarlo.
Martín acomodó el balón, retrocedió cuatro pasos para tomar impulso. Como un acto reflejo volví la vista hacia el lugar donde estaban Yareni y el «galán de cine» que recibía a Soledad con un beso apasionado. Balanceando la mirada entre el «galán de cine» y Martín que acababa de mandar su disparo por encima de la portería, musité para mis adentros: «Qué pendejo».


Vicente Javier Varas Bucio,
13 de agosto de 2013.
 

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